Ése fue el peor momento de mi vida. Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco. Al verme dijo:
«¿Usted ha venido a matarme?».
Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder. Entonces me preguntó:
«¿Qué han dicho los otros?».
Le respondí que no habían dicho nada y él contestó:
«¡Eran unos valientes!».
Yo no me atreví a disparar. En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía que se echaba encima y cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido el Che podría quitarme el arma.
«¡Póngase sereno —me dijo— y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!.
Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas destrozadas, cayó al suelo, se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un brazo, en el hombro y en el corazón. Ya estaba muerto.
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